Además de una aguda inteligencia, una curiosidad insaciable, una fe firme en la acción del Espíritu Santo, tanto en la Iglesia actual como en la de siempre, y un gran sentido común, don Antonio Dorado Soto tenía un estilo evangélico de ser obispo en la estela del Concilio: estar en medio de su pueblo como el que sirve, tratar a los sacerdotes como «hijos y amigos», «consagrar un cuidado peculiar a los pobres», predicar y presentar el Evangelio de siempre «acomodado a las necesidades de los tiempos», ser hombre de diálogo y de comunión, y guiarse por la mansedumbre y la humildad. Por supuesto, también tenía sus defectos, pero era consciente de ellos, y esto le facilitaba el trato con todos, especialmente con sus colaboradores más cercanos.