El curso de la historia de la Iglesia en el XIX, marcado en gran manera por la
Revolución francesa, tiene poco de sorpresivo en lo que se refiere a las
grandes pruebas y tribulaciones a las que es sometida la Iglesia. Son, ante
todo, consecuencias de una progresiva suplantación de la soberanía de Dios
por la del hombre. La inmensa sorpresa -contra todo pronóstico solamente
humano en la historia de la Iglesia, en el XIX, es cómo pese a tantas
dificultades externas, y no pocas miserias internas, se ha operado en ella
una extraordinaria purificación en el tránsito del XVIII al XIX que ha
fructificado en un gran crecimiento de la vida cristiana. Surge un clero más
piadoso y de mayor celo pastoral, un episcopado más modesto y fiel a
Roma, un pueblo que recobra sus tradiciones arraigadas en siglos de fe, con
una piedad más cálida que supera pasados rigores y frialdades de corte
jansenista, una piedad más centrada en Cristo y María, en la vida de los
sacramentos. Todo ello concurre para suscitar un número incontable de
vocaciones sacerdotales y religiosas, ya para bien de la antigua Cristiandad,
ya para el envío de heroicos misioneros y misioneras a todos los
continentes.