Los seres humanos somos cuerpo, alma y espíritu, y la belleza impacta en nuestros sentidos externos, ilumina las potencias del alma y desvela una serie de capacidades de discernimiento a través de los sentidos espirituales.
El oído espiritual, la escucha, nos lleva a percibir en las cosas más cotidianas la voz de Dios. El tacto espiritual nos permite algo único, impensable: tocar la presencia de Dios, aún más, sentir que somos tocados por Él, que estamos siempre en sus manos. Gracias a la vista espiritual comenzamos a ver la voluntad de Dios con claridad, porque, de algún modo, comprendemos las realidades terrenales a la luz de una perspectiva de eternidad. El gusto espiritual nos lleva a disfrutar de ese maná que nos mantiene bien alimentados: el único sustento que impide que perdamos la esperanza. El olfato espiritual es quien nos ayuda a discernir lo que está bien de lo que está mal, y a captar el aroma del bonus odor Christi.
La estética del espíritu, en el fondo, es una estética de la esperanza.