Sólo en la Encarnación nuestra participación finita en lo infinito puede
hacer posible la participación en una bondad que está más allá de
nosotros, una bondad que es trascendente, una bondad infinita. En
consecuencia, sólo en el cuerpo de Cristo, cuerpo que conocemos con el
nombre de Iglesia, somos capaces de desarrollar el bien, por medio de la
realización de los sacramentos, de la acción continua del Espíritu Santo,
que nos dota y a la vez nos capacita para continuar la misión de Cristo en
nuestra vida cotidiana. [
] La bondad de Dios se descubre no en una
especulación abstracta, sino en una vida orientada hacia Dios que crea
unas prácticas particulares que requieren privilegiar a ciertas instituciones
sobre otras. La bondad de Dios sólo se puede descubrir cuando la Iglesia
es la institución social que hace inteligibles nuestras vidas. Esto, por
supuesto, lleva inevitablemente al reordenamiento de otras instituciones,
tales como la familia, el mercado y el estado (De la Introducción del
autor).