Desde antiguo la historia de Occidente ha estado
vinculada a la cuestión metafísica y a la búsqueda de
los trascendentales (el Ser, la Unidad, la Verdad, el
Bien y la Belleza). Ya Heidegger mediante su obra Ser
y tiempo reabrió la cuestión del ser, que de alguna
manera había quedado encubierta por los diversos
avatares de la Modernidad filosófica, consciente de la
crisis de civilización a la que estaba abocada Europa.
Sin embargo, la tentativa del pensador alemán
invitaba a volver de nuevo al ser, con cuidado de trazar
un camino científico que nos permitiese profundizar
en su verdad y en su sentido. Quise partir del legado
moderno de la esencia del ente, y particularmente del
ser humano, pues esta era la vía privilegiada para
poder acometer el acceso al ser. Parecía que solo
desde los remansos y torbellinos de las esencias del
mundo podíamos tratar de remontar con base hasta
las fuentes del ser. Después de un encendido debate
metodológico, que debía pasar la prueba del abismo
de la finitud y la herida del ente, afrontamos la
cuestión clave del acceso al ser, y más en concreto, al
ser personal como aquel ente que somos cada uno de
nosotros. El quehacer metafísico, más allá del
lenguaje filosófico específico, se nos presenta como la
tarea crucial de regresar a los orígenes del ente, en
una hora ciertamente delicada y en cierta medida
decisiva para el ser humano y su existencia en el
mundo.