El débil equilibrio europeo de la segunda mitad del siglo XV saltó por los aires cuando Carlos VIII de Francia atravesó los Alpes junto a un gran ejército en el verano de 1494. Sus falsas intenciones de proteger Europa de la amenaza del Imperio Otomano no escondieron sus verdaderos objetivos: conquistar el Reino de Nápoles y someter toda Italia bajo su dominio. Al otro lado de los Pirineos, Isabel I de Castilla y Fernando V de Aragón, los Reyes Católicos, comprendieron que debían tratar de frenar a Francia. Con escasos medios económicos y militares, depositaron toda su confianza en una red de embajadores y diplomáticos que buscaron apoyos sin descanso en Génova, Florencia, Milán, Venecia, Inglaterra, el Sacro Imperio y, por supuesto, la Roma del papa Borgia. El débil Reino de Nápoles, ligado a la Corona de Aragón por la rama italiana de los Trastámara aragoneses, no era rival para la poderosa maquinaria de guerra francesa. Los Reyes Católicos enviaron en su ayuda a un hombre dispuesto a demostrar al mundo que se podía vencer a la gendarmería francesa con infantes ataviados con picas, espadas, ballestas y es