Una sociedad poscristiana corre el peligro de olvidar los valores que han articulado durante siglos su estilo de vida y le han hecho avanzar con éxito a través de las vicisitudes de la historia.
Hoy, sin embargo, no basta con hacer tabla rasa y construir desde la nada, porque los modelos propuestos por ideologías y modas pasajeras apenas logran responder a las inquietudes profundas de los individuos, las familias, las sociedades culturales y políticas, ni tampoco a las comunidades de fe que ayudan a transcender el presente con la esperanza de un futuro pleno.
Justamente es en este punto donde la tradición moral despliega toda su potencialidad. De hecho, aporta elementos que han sido probados a lo largo del tiempo y que, en consecuencia, han servido para proteger el bien común frente a los intereses particulares, tantas veces espurios, que dividen y separan. Esos elementos configuran valores y leyes, virtudes y normas para salvaguardar la libertad de conciencia y favorecer la responsabilidad individual.
Un compendio de moral católica tiene, por tanto, sentido, y más si reúne lo perenne de la fe para convertirse en una propuesta de alcance universal. En este sentido, antes que perseguir la uniformidad de la sociedad con valores religiosos de obligado cumplimiento, la moral de raíz cristiana desea contribuir a la consecución de la verdad, el bien, la justicia y la belleza que comparte con la rica familia humana.